En la historia de
la humanidad “la montaña” ha sido un símbolo de gran significado. En todas las
culturas de la antigüedad “la montaña” está asociada al lugar en donde se unen
el cielo y la tierra, y da sentido a la proximidad y a la presencia de Dios en
la historia personal de cada uno de nosotros.
Quienes hemos
tenido la fortuna de ir a “la montaña”, hemos descubierto la veracidad de la
pequeñez del hombre frente a la inmensidad del mundo, acompañado del llamado a
la trascendencia que hay en cada uno de nosotros. Es un camino de búsqueda en
ascenso.
Ascender a la
montaña requiere que superemos las trabas que nos atan y que no nos dejan
crecer, -trabas emocionales y mentales- que nos limitan e impiden ver lo
esencial.
El camino de
ascenso nos irá conduciendo a descubrir los detalles, aumenta nuestra
sensibilidad –no la susceptibilidad- y capacidad para apreciar la simplicidad
como un principio rector de nuestra vida.
A medida que
caminamos y ascendemos nos vamos “acallando”, -serenando, tranquilizando-, este
necesario proceso nos prepara para el diálogo íntimo e intenso con nuestro ser
interior. Si llegamos a este nivel, es porque hemos ascendido muchas veces a la
montaña sin dejarnos vencer por nada.
Llegar aquí es
encontrarnos con lo que somos, es descubrir para qué estamos en este mundo y a
qué estamos llamados. Llegar aquí es sabernos y sentirnos amados por encima de
nuestras limitaciones y de los esquemas de transacción de sentimientos, que
enredan nuestra vida en un trueque. Llegar aquí es también responder con amor
al que te amó primero. Y entonces, ten cuidado con vivir lejos de las personas
a las que les has prometido estar cerca.
Amigo, amiga, en
estas vacaciones de fin de año quiero invitarte a “la montaña”, ve y vuelve;
siempre saldrás ganando. Y lleva a los tuyos.
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